11.7.08

CRÍTICA EN LA NACIÓN

Con el sello incomparable de Cris Morena

Casi ángeles copó el Gran Rex con una aceitada megaproducción ideal para seguidores de la tira televisiva

Nuestra opinión: muy buena


Es casi una demostración de poderío. Como si cada show le ofreciera a Cris Morena una nueva oportunidad de demostrar cómo puede superarse a sí misma. Más grande, más espectacular, más innovador. Todo eso es el nuevo Casi ángeles, que desde hace un par de semanas hace estallar el Gran Rex.
Ya con la idea de poner en escena el mejor show musical, Cris Morena deja casi completamente de lado la intención de escribir un libro que justifique la presentación de cada uno de los números. Sí es cierto que se muestra la idea de un universo en el que cielo y tierra se presentan contrapuestos, donde una necesita del otro para encontrar un rumbo más amigable. Así aparece una suerte de ángel que tiene como misión ayudar a que un grupo de jóvenes encuentre otro camino en la vida que los aleje de la violencia y el maltrato. Todo esto está, pero tiene un peso menor -con resoluciones por demás sencillas y cargadas de clichés- frente a la megaproducción que con cada tema musical se pone en marcha.
Con suma prolijidad hasta en los más pequeños detalles, con grandilocuencia en el uso de los más variados recursos, el espectáculo teatral que se desprende de la serie televisiva hace gala de buenas propuestas al servicio de una idea clara: impactar al espectador. Y lo logra una y mil veces a lo largo de todo el show.
Desde el sencillo pero eficaz uso de las zapatillas con rueditas del primer cuadro -que otorga un sutil aire volador a quienes las usan- hasta el gigantesco avión que desciende varias veces durante la obra demuestran dónde está puesto, al menos, uno de los objetivos de sus realizadores.
Porque la propuesta de Casi ángeles alterna entre dos ejes de shock: uno, la producción; el otro, fogonear la tremenda explosión hormonal que estalla ante el primer acorde (que aunque las chicas no lo noten es el de una publicidad) y que, seguramente, no se aplaca hasta algunas horas después de que bajó el telón. Ese es el resultado de una ecuación que tiene por miembros a un elenco integrado por atractivos/as adolescentes que se mueven en el escenario con la naturalidad y el desparpajo propios de la edad (pero con una buena dirección y una mejor coreografía), invitando a que los cientos de púberes que los miran desde la platea se sientan identificados, que les sea fácil imaginar que eso que les sucede a estos jóvenes sobre el escenario les puede pasar a ellos; eso sí, con un poco menos de glamour.

A pura música
En todo esto la banda de sonido tiene una importancia definitiva, ya que allí está la gran razón de que todas estas sensaciones sean tan reales y concretas. Los chicos y chicas (la verdad, muy pocos varones se descubren entre el público) se saben las letras, reconocen a esos personajes que arrastran algo de las historias que viven en la televisión y les alcanza con sólo verlos para el estallido. Y en ese estado permanecen aun en los momentos de más calma. Ese manejo de energías -que baja del escenario a la platea para luego volver a subir recargado- está muy estudiado y bien equilibrado, logra aplacar la avalancha y generar climas de diferentes niveles donde otros elementos, como la luz, juegan un rol importante.
En su apuesta a "voy por más", Cris Morena pone en el escenario acróbatas, personajes de distintas tribus urbanas que se trasladan a los saltos -en skate, bicicletas, rollers-, en un entramado enloquecido y adrenalínico que debe manejar a la perfección, ya que un mínimo descuido podría provocar algún accidente. Y, como es de esperar, no hay descuidos. Esta maquinaria de finísima precisión está aceitada. Cada elemento está puesto para que produzca un efecto, y lo produce. Emoción, adrenalina, euforia y, sin dudas, felicidad es lo que terminan llevándose quienes van precisamente a buscar eso. El elenco tiene un desempeño impecable: todos bailan, cantan y se entregan a cada juego de seducción con total convicción.

Verónica Pagés


Fuente: La Nación